viernes, 28 de mayo de 2010

Inland Empire. El futuro del cine según David Lynch

“El sueño de la razón produce monstruos”





Llegó precedida de rumorología; los medios difundían la última película de David Lynch como una paranoia de tres horas sólo apta para “una extraña corte de neoyorkinos” (El País 23/12/2006). La distribución de la cinta fue por tanto escasa, y apenas se exhibió en la pantalla grande. Nada nuevo para Lynch, el “fracaso” comercial le persigue desde que dirigiera Dune (1984), una pretenciosa cult movie de ciencia ficción, que divaga por una cosmogonía excesivamente mística e indigesta. El cine de Lynch no es fácil, su delirante onirismo actúa como un revulsivo para ese “rebaño global”, que ya citaba G.H. Rivière en alusión al público que visita los museos, el mismo que acudirá en masa a presenciar un fin del mundo señalado en el año 2012. Una demostración de la pirotecnia que es capaz de ofrecer el s. XXI, la realidad efectista que seduce a la “sociedad del espectáculo” de Guy Debord y que, también, atacará frontalmente un decididamente maduro David Lynch en esta gran obra maestra que es Inland Empire. Un nuevo punto de inflexión en el cine contemporáneo, especialmente en cuanto a la concepción de la forma y la sintaxis. Un año cero en la era de la post-postmodernidad del celuloide.
Se trata precisamente de la disolución de las reglas del cine clásico, en ausencia de un guión, y filmando todo con una triada de cámaras digitales que consiguen un resultado más colorista y próximo al video-arte. Todo ello le permite a Lynch la audacia de un “automatismo” de trazo surrealista que nos inserta como espectadores en un juego de rol, a ratos incomprensible y a ratos modelado con retazos de realidad, ficción y simulacro. El punto de partida se establece en la única referencia que tenemos en todo el film, que es la historia de una actriz madura (Laura Dern), marginada por el “establishment” hollywoodiense, que prefiere chicas jóvenes, guapas y a ser posible tontas. Un día recibirá la llamada de un productor que le ofrece un papel en una película, un drama titulado “Flotando en las mañanas tristes”. A partir de entonces se implicará tanto en el rodaje que perderá todo referente con la realidad, sumergiéndose en una compleja tramoya de pasillos estrechos, habitaciones lúgubres (al modo de Cabeza borradora, 1976), personajes siniestros y atmosferas intactas de cálidos cromatismos, que recuerdan a las pinturas de Edward Hopper y a la estética americana de los 50. Habituales escenarios “lynchianos” dónde nos irán detallando las pistas para configurar nuestro propio mapa mental, el de un universo perverso y decididamente femenino, que se complementa con el resto de su filmografía, pero especialmente con Mullholland Drive (2001) y Twin Peaks: Fuego camina conmigo (1992). Una vez más, en Inland Empire, confluyen la complejidad y perversión íntima de la mujer, con la terapia una tanto psicoanalítica en la que el director de culto purga sus miedos y reconocidas obsesiones. Ello le sitúa en una posición inclasificable, la de un genio que se codea con individuos de la talla de Bergman y sus féminas dolientes (Persona, 1966), o reflejos en el llanto y la contradictoria belleza de un primer plano, la intriga de Hitchcock y sus desconcertantes bellezas platino (la Kim Novak de Vértigo, 1958), o, también, las enigmáticas damas de Buñuel (Belle De Jour, 1967), que urden en pasiones abyectas y oscuras. Y, por supuesto, la dualidad de esa belleza perfecta y pura, la muerte, que en su cine es impactante y curiosamente atractiva. También la escena de moribundia de Inland Empire resulta realmente angustiosa e interminable, aunque finalmente nada de lo que nos ha contado es lo que parece, y es precisamente ése juego de ironías macabras donde mejor se inscribe el “monstruo” Lynch.


Esther G. Couso publicado en Azul Eléctrico Cultura Subterránea.


1 comentario:

  1. muy bonito texto y excelente película. da un poco de mal rollo cuando la ves pero menos que la revista Azul Eléctrico donde vas a parar. ;D

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