ART&CINEMA
miércoles, 4 de febrero de 2009
LA SOLEDAD DE JAIME ROSALES
Siempre produce satisfacción que una película de bajo presupuesto (1.800.000 €), con una salida de 30 copias (reestreno 37), 41.000 espectadores y una discreta comercialización en DVD, resulte la máxima ganadora de la XII edición de los premios Goya otorgados por la Academia de Cinematografía Española. Un organismo poco dispuesto al riesgo, pero que sin embargo en esta ocasión ha valorado la especial necesidad de apoyar al cine independiente, de autor o cómo ustedes quieran etiquetarlo (si es que desean hacerlo). Un reconocimiento que le ha permitido a Jaime Rosales salir del ostracismo para pasar a conseguir en estos días cierta popularidad, pese a defender un estilo austero y desnudo, capaz de de invadir el alma y la conciencia hasta dejarnos k.o. y desahuciarnos vitalmente. Maneras y desazón que ya estaban en su primer largometraje: Las horas del día (2003), un retrato del hastío existencial interpretado por un grandioso Alex Brendemühl y donde ya aparecen como constantes la incomunicación y la ruptura violenta de la cotidianidad. Parámetros que lo comparan con Von Trier o con Haneke, que al igual que el director catalán, militan en la oposición al establishment norteamericano y al happiending, para que reflexionemos en torno a la conducta humana desde un prisma naturalista y con el que podamos identificarnos.
De este modo no es casualidad que Rosales escoja a actores con una imagen mediática poco explotada. Así, en La soledad (2007) nos acercamos con empatía a las dos historias que se van entretejiendo: la de Antonia (Petra Martínez) y la de Adela (Sonia Almarcha).La primera es la de una madre que intenta mantener la armonía familiar entre sus hijas, mientras asume el paso de los años. La segunda es la historia de otra madre, Adela, madre soltera, que decide cambiar sin aparentes explicaciones una tranquila vida rural para irse a vivir a Madrid con su bebé, compartiendo piso y trabajando como azafata de eventos. Un periplo común a casi todas las provincias de nuestro país y habitual en tierras leonesas, en cuyo ámbito (zona Cistierna-Sabero) se desarrolla su pasado y al que decide poner fin para comenzar con una nueva vida en la que dramáticamente nada volverá a ser igual. En este sentido Rosales no busca que la juzguemos, ni ahonda en las razones que la empujan a hacerlo, si no que todo ocurre como un golpe seco y certero.
Como en la realidad, la vida se muestra en el film como un "tira y afloja" de vicisitudes y una constante lucha entre contrarios: entre lo urbano y lo rural, la tradición y la modernidad, el amor y el desamor...Para dejarnos de repente desnudos al amparo de la única certeza que tenemos: la muerte. Ante la que nadie nos prepara "Antes -dice Rosales- el tabú era hablar de sexo, hoy es hablar de la muerte". En la sociedad mediática del placer hedonista y el éxito, no hay un lugar para ello. Como tampoco lo hay para encontrarnos cara a cara con la soledad, pese a que los momentos más decisivos de nuestras vidas sean los más solitarios.
Esta soledad existencial es el hilo argumental de ambas historias y aparece reforzada notoriamente en el aspecto formal de la película con la Polivisión, un recurso que surgió hacia los años 60, en el ámbito de los "Nuevos Cines" y que consistía en dividir la pantalla en dos secciones con planos diferentes para enseñarnos por ejemplo, lo que ocurría en dos estancias o sustituir el tradicional plano-contraplano de un diálogo, por la simultaneidad de dos rostros en una pantalla fragmentada por un eje. Que como digo, en La soledad, es una barrera más, a la unión emocional entre los personajes. Pero que sin embargo nos permite a nosotros cómo espectadores colocarnos perfectamente en su lugar y ser excepcionales voyeurs de todo lo que pasa, sin perdernos el menor gesto. Aspectos que dan a la obra un enorme realismo, que no deja de sorprendernos pese a que el propio cine es un ejercicio de artificio. Maestría en la toma de las secuencias, con imágenes artísticamente detalladas, como si se tratase de un pintor flamenco contemporáneo, actores bien dirigidos e importantes valores éticos, son las armas con las que Jaime Rosales apunta a nuestra sociedad. Trascendencia que comparte con una generación radicalmente sensible que nos devuelve la ilusión por un cine de calidad que durante este año ha visto reforzada su autoestima gracias a pequeñas joyas como; Yo de Rafa Cortés, Días de Agosto de Marc Recha, En la ciudad de Sylvia de José Luís Guerin, o El silencio antes de Bach de Pere Portabella, veterano director e instigador de un espíritu de unión generacional que esperamos continúe saciando como hasta ahora nuestro apetito cinéfilo. El optimismo y la esperanza, como en La soledad, es lo que nos mantiene...
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