lunes, 26 de enero de 2009

EL "SIMULACRO Y LA SIMULACIÓN" EN MICHAEL HANEKE





“Los simuladores de hoy en día intentan que todo lo real
coincida con los modelos de simulación"


JEAN BAUDRILLARD



Tras esa semblanza de impoluto ciudadano, cordial, apacible, de mirada despierta y enorme sentido del humor que posee Michael Haneke (Munich, 1942), se oculta la reflexión más sincera e inquietante, que ha dado el cine postmoderno, de la incierta condición humana. Capaz de subyugar al espectador hasta el límite, su trayectoria le sitúa en un puesto destacado del cine europeo, a la altura de cineastas como Lars Von Trier o Michael Winterbotton.

Vienés de adopción, Haneke es licenciado en Filosofía y Psicología y aunque su incorporación al cine fue tardía, el trabajo que realizó en el teatro y la televisión, le sirvió para descubrir su propio lenguaje cinematográfico. Sus veinte años rodando telefilms no evitaron, sin embargo, que terminara detestando la propia falsedad del medio. La televisión nunca podría según el mismo Haneke, ser una forma de arte, porque operaba según las expectativas del público.
Entusiasta del director Robert Bresson, porque “captaba lo que escapaba a la mirada ordinaria”, su estilo también recibió el impacto de Pier Paolo Pasolini. Con Saló o los 120 días de Sodoma (1975) sintió tal conmoción que su brutalidad le llevó a comprender el significado de la violencia. Una violencia que en el caso del director austriaco jamás será gratuita. Sus “perversiones ópticas” ,como diría Román Gubern, sirven de catarsis al espectador, que expuesto continuamente a la imagen violenta y a la manipulación de los medios de comunicación, ha perdido la objetividad y su capacidad de crítica. En palabras de Michael Haneke, se trata de “cómo hacer ver a la audiencia su propia posición en relación con la violencia y con su representación”.
Interesado por realizar un cine naturalista, de personajes cercanos y reales, su debut en la pantalla grande se da con El Séptimo continente (1989), basada en una historia real que sucedió en el seno de una familia vienesa, decantada por el suicidio colectivo ante la imposibilidad de seguir con la carga que supone vivir en un mundo que no soportan.
Un retrato social crudo de difícil digestión que tiene lugar, precisamente, en el interior de esa célula inquebrantable que es la familia, capaz de hacer cualquier cosa, con tal de mantener intacto su núcleo (incluso caer en la aberración de encubrir a un psicópata adolescente por miedo a que “le jodan la vida”, como sucede en El video de Benny, 1992).De nuevo, con Funny Games (1997), explorará los límites de la conciencia y de la capacidad del sufrimiento humano a través de la historia de una familia torturada por una pareja de jóvenes, lo que le valió la fama a Haneke de director nauseabundo capaz de provocar desmayos y escapadas pavorosas. Tal como sucedió con el estreno de La Pianista (2001), interpretada por una memorable Isabelle Huppert en el papel de una atormentada profesora de piano, presa del yugo materno y de la asfixiante sociedad austriaca. Situación que le conducirá a iniciar un juego de pasiones perversas, degradantes y sadomasoquistas que derivaran en una mutilación genital. Una autolesión tan incómoda como la que en su día nos ofreció el maestro Bergman en Gritos y susurros (1972).



Algo más sutil en cuanto a impacto visual, es su última película Caché (2005). La más “francesa” de sus producciones se alza bajo la cuestión de ¿qué ocurre cuando alguien amenaza nuestra supuesta comodidad? Pues bien, Haneke, lejos de dar respuesta directa a nuestras inquietudes, nos introduce en la vida diaria de una familia acomodada (de nuevo una familia) que ve alterada la paz de su hogar al descubrir que alguien graba su intimidad. Como en Carretera Perdida (1996) de David Lynch, la vida de los personajes se verá trastocada al recibir unas cintas de video acompañadas de macabros dibujos. Esta anónima persecución le servirá a Haneke de hilo conductor para indagar en la idea de culpa, en las causas que llevan a buscar culpables y en la necesidad de rectificar los errores pasados para que la historia no se repita. Como fondo a la película, las secuelas de la guerra de Argelia, una mentira que en su día fue tapada por el Gobierno Francés, que se negó a reconocer las torturas y ejecuciones sumarias de ciudadanos argelinos durante la guerra de independencia de ese país. A colación (permítame el lector este inciso), este año se presentaba en la Seminci de Valladolid, Days of Glory (2006), del director Rachid Bouchared, un homenaje a los 130.000 soldados norafricanos que lucharon junto a las tropas francesas durante la 2ª Guerra Mundial. Argelinos anónimos, que defendieron la libertad en un país desconocido mientras otros soldados franceses se colgaban las medallas.
Precisamente en Caché se habla, como decimos, de la posibilidad de reparar el pasado, aunque el personaje central, concebido magníficamente por Daniel Auteuil, prefiera salir corriendo. Tal vez porque entienda que lo mas cómodo es vivir en la mentira.
Para Haneke los poderes mediáticos han respondido siempre a una tergiversación interesada de la historia, las audiencias han preferido “escondernos” ciertos acontecimientos, así que tal vez, nunca llegaremos al conocimiento de la pretendida verdad. La realidad es un simulacro alimentado por la “hipertrofia de los medios”, parafraseando a Baudrillard: en “La histeria de nuestro tiempo, es la histeria de la producción y reproducción de lo real”. Así que, ante la imposibilidad de redescubrir el nivel absoluto de lo verdadero, tal vez, la sinceridad y el compromiso de algunos cineastas como Michel Haneke, sea de las pocas cosas autenticas que nos queden.



Esther G. Couso
Publicado por AZUL ELÉCTRICO-CULTURA SUBTERRÁNEA nº 4 (2006)



jueves, 15 de enero de 2009

Basilio Martín Patino: el espejo de la historia y el juego de ficciones



Basilio Martín Patino es, sin lugar a dudas, uno de los personajes clave en los denominados “Nuevos Cines” de los años setenta. Director de películas tan míticas como Nueve cartas a Berta (1966) o Canciones para después de una guerra (1971), fue además el impulsor de las legendarias Conversaciones de Salamanca (1956), un encuentro de cineastas que pretendía establecer unas directrices de diálogo entre los creadores y la censura. Posteriormente llegaría a ser muy crítico con los resultados de la convención.

Su espíritu contestatario y rebelde le ha convertido, desde sus inicios, en una de las mentes más originales y portentosas de nuestro cine. Una maestría que vino a demostrar de forma temprana con la dirección de dos magníficos cortos: Torerillos y Noveno (1963) que, rodados en clave documental y cámara en ristre, se aproximaban a la frescura del “Cinema Vérité” francés. Todo, para ofrecernos un debate sociológico acerca de la continuidad de la fiesta taurina en nuestro país. Ese conflicto que enfrentaba a la España tradicional y arraigada, con una nueva juventud que ansiaba aires de modernidad y tolerancia. Una necesidad que también late imperiosa en el trasfondo de Nueve cartas a Berta: que es la historia de Lorenzo (Emilio Gutiérrez Caba), un joven estudiante salmantino que viaja a Inglaterra y conoce otras formas de entender la vida. Allí se enamora de Berta (Elsa Baeza), la hija de un exiliado. Después llegará el fatal regreso y la frustración que sólo alivian los recuerdos y unas pocas cartas a aquella Berta idealizada y que habitará para siempre en el recuerdo. Pasión lejana e imposible que comparte añoranza con Hiroshima Mon Amour (1959) de Alain Resnais. Luego vendría la escapada liberadora de Lorenzo “al cielo de Madrid”. Una huida que también protagonizó el mismo Martín Patino, para dejar atrás aquella Salamanca maternal y protectora donde había vivido como un niño privilegiado por el franquismo.

Esa situación supuso para él una carga moral que intentará redimir con la construcción de la llamada Trilogía de la Guerra, un discurso evocador del lamentable pasado histórico. Rodadas en clandestinidad, Canciones para después de una Guerra (1971), Queridísimos verdugos (1973) y Caudillo (1974) se acabarán convirtiendo en un homenaje colectivo que la democracia hacía a la dignidad de los que perdieron la guerra y a cuantos en ella sufrieron. La gente de todo signo político acudió a los cines para ver Canciones…, lo que quizás significaba, como alguien dijo, “El estreno de la libertad”. Aunque también un doloroso encuentro con la hambruna, la miseria y la sinrazón. En ese mismo espacio tendrá cabida también la brutalidad de la especie humana, como veremos en el escalofriante testimonio de los matarifes de Queridísimos verdugos. Ejecutores de garrote vil que actuaban en la España del “gran caimán”. Las imágenes de Franco extraídas del NODO y de archivos extranjeros inéditos, cierran el magnánimo conjunto histórico.

Con posterioridad vendría Madrid (1987), un intento de adecuarse a los tiempos y capturar la esencia de la capital en los años posteriores a la caída del régimen. Ciudad insinuante y contradictoria, donde se cruza lo moderno y lo castizo, sutil seductora que siempre atrae “forasteros complacidos”. Como ese Hans, un realizador alemán que llega para realizar un documental sobre las consecuencias de la Guerra Civil y la nueva vida de los españoles.

Mucho más lograda se muestra La seducción del caos (1991), un verdadero juego de ingenio que pone sobre la mesa el eterno dilema postmoderno en el que nada es lo que parece. En él, Hugo Escribano (Adolfo Marsillach) es un intelectual fascinado por el arte y principal sospechoso de un asesinato sin resolver. Una serie de pistas afortunadas nos llevarán a averiguar el culpable. Mientras, diferentes alteraciones del raccord, expuestas en clave televisiva, nos sitúan ante el fraude de las falsificaciones de obras de arte (Fakes). La disyuntiva surgirá a la hora de enjuiciar el goce estético. La pregunta es, si causan el mismo placer que las originales, “¿Serán las cotizaciones un factor tan importante en la estimación estética del arte?”. Por entonces ironía y sarcasmo se apoderarán del resto de su filmografía. Para el autor, hacer cine supondrá una manera de cuestionarse lo incomprensible y “romper espejos, apariencias y autoafirmaciones”, alejándose para ello de tradicionalismos obsoletos.

Los siete capítulos que comprenderán la serie Andalucía, un siglo de fascinación (1996), indagarán en la Historia (como en El grito del Sur : Casas Viejas) y en los tópicos de lo andaluz y de lo hispano (Ojos verdes) exigiendo al espectador un ejercicio de mayor inteligencia, sobre todo por que mezclará las imágenes y datos reales con ficciones para construir una sarta de mentiras verosímiles. Un simulacro, próximo al Buñuel de Las Hurdes, Tierra sin pan (1933), que pretende liberar al espectador del condicionamiento de lo histórico, para que cree éste su propia interpretación de los hechos.

En este sentido, Patino se sumerge en otra aventura arriesgada, pero sus obras, no lo olvidemos, son ficción. Una ficción redentora que nos habla de la necesidad de purificarnos y olvidar el pasado. De renacer quizá, como en Octavia (2002), desnudos a lomos de un caballo blanco, metáfora de la otra añorada libertad.


Publicado en la revista Azul Eléctrico - Cultura Subterránea (nº9-2009)